Dicen que a cierta edad nos hacemos invisibles, que nuestro protagonismo en la escena de la vida se declina y que nos volvemos inexistentes para un mundo en el que sólo cabe el ímpetu de los años jóvenes.
Yo no sé si me habré vuelto invisible para el mundo, es muy probable que para gran parte, pero nunca fui tan consciente de mi existencia como ahora, nunca me sentí tan protagonista de mi vida, y nunca disfruté tanto de cada momento de mi existencia.
Dicen que a cierta edad descubrimos que no somos la princesa de cuentos de hadas tan soñada o el caballero en lomos de un bello corcel. Yo descubrí al ser humano que sencillamente soy, con sus miserias y sus grandezas, descubrí que puedo permitirme el lujo de ser imperfectamente perfecta, de estar llena de defectos y disfrutarlos, de tener debilidades, de equivocarme, de hacer cosas indebidas, de no responder a las expectativas de lo demás, y a pesar de ello ser yo.
Cuando me miro al espejo ya no busco a la que fui, sonrío a la que soy. Me alegro del camino andado, asumo mis errores y contradicciones, pero siento que debo saludar a la joven que fui con cariño y dejarla a un lado porque ahora ya no soy aquella joven con su mundo de ilusiones y fantasía, al menos con esas mismas ilusiones que tantos momentos llenaron mi vida.
A cierta edad... ¡Qué bien se vive sin intentar poner el listón tan alto en lo que se ve y lo que se escucha, y no sentir ese desasosiego permanente que produce correr tras la perfección.!
Y pensar, que a pesar de todo, has vivido la vida, y te queda mucho por vivir, sin que te preocupe que pensarán los demás o que esperan de ti, si tu vida ha sido un camino de rosas, o de sus hirientes espinas, que más da, tan sólo pienso que puedo mirar hacia delante sin temor a lo que pueda pasar, a quién pueda decepcionar, porque mis sueños tan sólo dependen de mi propia libertad.
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